sábado, 19 de abril de 2014

Retrato de un suicidio

Mientras pensaba quién era un domingo por la mañana, una línea de cocaína reventó su cerebro como una fría bala que atraviesa la sien; era la tercera vez en una hora. Su ritmo cardíaco aceleraba y sus músculos se contraían. La dopamina estaba a punto de colapsar. La euforia invadió lo más profundo de sus entrañas. Estaba cayendo en un espiral descendente hacia un punto sin retorno. Empezaba a sudar y su piel se volvía cada vez más pálida, el vértigo era una sensación permanente que aumentaba. Las ojeras marcaban su rostro y su pupila dilatada rebotaba desesperadamente sobre cada espacio de la habitación. Finalmente, logró fijar su vista en un objeto, lo agarró y de un golpe brusco lo tiró contra un espejo en el que se reflejaba solamente su cadavérica tez. Al caer los trozos de vidrios el estruendo del sonido la hizo echarse al piso a llorar. Ni el más intenso y largo high podía lograr que se olvidara de la cárcel en la que se sentía, incrementaba el sentimiento errático.

Aída estaba inmersa en sus demonios. La enloquecía que él llegara con el perfume de otra mujer, con otro aroma en sus manos… La mataba siquiera el hecho de pensar que otra lo tomara por el brazo y le acariciara su pecho. Le perturbaba que pudiera llegar a tratar a otra fémina como la trataba a ella. Estaba tan aferrada a su sentimiento, a su querer, que cualquier acto que invocara a la pérdida le provocaba pánico. Las pesadillas recurrentes y los dolores de cabeza atormentaban su día a día.  Se sentía tan vacía que comenzaba a experimentar un gusto por la muerte. Tenía la percepción de que animales se arrastraban debajo de su piel, hace mucho que le habían arrebatado la cordura. Quizás dentro de su subconsciente estaba cansada de pasar las tardes viendo porno soft, a veces hardcore, y beber vino barato. Desde su huida, solo le quedaba una cama vacante con sexo y jazz en el ambiente. No podía seguir con la asquerosa rutina de  placeres vendidos al mejor postor.

La desesperación la ahogaba, las manos le temblaban y la añoranza tocaba la puerta aquel  verano: evocaba memorias que se esfumaban con el humo del último cigarrillo, pero que permanecían tan marcadas como las huellas de la heroína en la piel. El pasado la pateaba y la dejaba tirada contra el suelo, voces le susurraban al oído su autodestrucción.

 Todavía con vestigios de erythroxylon coca en su sistema nervioso, decidió subir las escaleras que la separaban de la terraza: cinco pisos. Colocó su pie derecho descalzo y descuidado sobre el borde de la cornisa, inclinó su cuerpo un poco hacia adelante y miró fugazmente al abismo produciendo un fuerte mareo. Los autos iban de un lado a otro en dirección contraria, tan rápido que no lograba darles sentido. Su largo cabello castaño ondeaba golpeado por el duro viento. Respiró profundo durante siete segundos al mismo tiempo que tambaleaba, aproximó su pie izquierdo y de un salto  dejó que su alma volara adonde no hay límite entre el espacio y el tiempo.


El oscuro apartamento quedó impregnado del olor a sueños marchitos, a desesperanza, a sicosis, a horror, a muebles vetustos que alguna vez albergaron la ventura. El gato negro maullaba sobre el sofá. Al final, su prisión se volvió su tumba. Y si bien nadie muere de amor, sí se muere de melancolía.