“Las rodillas me
tiemblan, pero no puedo parar. Quiero que mis hijos tengan lo que a mí me
quisieron quitar”, La Vida Bohème.
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Para el año de 1958,
Venezuela se encontraba sumergida en una situación delicada por la caída de la
dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El régimen político se firma el 31 de
octubre de ese mismo año: el Pacto de Punto Fijo; un gobierno de coalición
sería el encargado de llevar adelante la difícil tarea de restaurar la democracia.
Por decisión de Rómulo Betancourt, se excluye al Partido Comunista de Venezuela de la firma de dicho pacto,
argumentando que tenía injerencia extranjera –URSS- y que a larga su objetivo
era instaurar una dictadura del proletariado. Esta exclusión trajo, más
adelante, como consecuencia el comienzo de las guerrillas armadas de la
izquierda, intentando desestabilizar la naciente democracia.
En las elecciones de diciembre
resulta ganador Rómulo Betancourt, candidato de Acción Democrática. Durante su
gobierno, el de Leoni y el primero de Caldera se evidencian años de progreso,
el régimen llega a su auge: se avanza en la realización de los objetivos
económicos, sociales, educativos e institucionales. Los problemas se asoman en
el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, pero el punto de quiebre se
manifiesta, principalmente, en el gobierno de Luis Herrera Campins y luego en
el de Jaime Lusinchi. En la segunda regencia de Pérez y de Caldera, se le
quiere dar un nuevo rumbo al país, pero fracasan en el intento.
Una utopía toca la
puerta cuando Hugo Chávez, luego de su estadía en la cárcel debido al golpe
fallido del 4 de febrero de 1992, recorre el país y logra consolidarse como un
líder carismático. Con una promesa electoral central de convocar a una Asamblea
Nacional Constituyente, Chávez gana las elecciones de 1998 con el 56,2% de los
votos y una abstención de 36,2%. Cada quien vio en este líder lo que quiso ver.
¿Por
qué utopía? Un proceso político que se autodenomine
“revolución” y sea fundamentado en el socialismo solamente puede ser una utopía.
Sobre todo cuando se tiene la fuerte pesadilla de ser el nuevo libertador de
América Latina, y despojarnos del “yugo del imperio norteamericano”; el mundo
ideal que nos presenta el sector oficialista cada vez se acerca más a un
delirio de mal gusto. Vivir en la pobreza y dominados por un poderío que aún no
ha terminado de definir qué es y qué plantea el Socialismo del siglo XXI no es
el país que nadie se merece.
Venezuela ha pasado de
ser una mala quimera a convertirse en una distopía. Somos la distopía de
América Latina: somos una sociedad indeseable en sí misma. Hubo unos años de
progreso y positivismo en los que parecía que se podía llegar a formar parte de
aquellos países del primer mundo, hoy en día estamos más cerca del cuarto que
del primero. Lo peor del asunto es que estamos arrastrando al resto de los
países latinoamericanos a hundirse en el mismo naufragio: les regalamos nuestro
petróleo a cambio de que sigan políticas izquierdistas. Con la tutoría de Fidel
Castro y el gobierno cubano no podemos esperar que seamos el sueño de la nueva
América, que seamos el despertar y “liberemos a los pueblos”; en su lugar, cada
vez sometemos al resto de nuestros hermanos vecinos a que reine la miseria y no
la prosperidad.
El vaivén de anarquía
nos gobierna: escasez de alimentos y medicinas, falta de agua y de luz,
inseguridad, incremento de la pobreza, represión brutal, encarcelamientos
arbitrarios, diálogo infructífero, ataques a las casas de estudio, derrame de
sangre, odio, violencia, miedo, desesperanza...Los estudiantes y la sociedad
civil seguirán en la lucha, porque lo mejor es que las distopías solo se hagan reales dentro de la literatura y la
cinematografía, y no en un país con tantos recursos y futuro por delante, pero
lamentablemente gobernado por corruptos disfrazados de socialistas.