jueves, 8 de mayo de 2014

La distopía de América Latina

“Las rodillas me tiemblan, pero no puedo parar. Quiero que mis hijos tengan lo que a mí me quisieron quitar”, La Vida Bohème.

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Para el año de 1958, Venezuela se encontraba sumergida en una situación delicada por la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El régimen político se firma el 31 de octubre de ese mismo año: el Pacto de Punto Fijo; un gobierno de coalición sería el encargado de llevar adelante la difícil tarea de restaurar la democracia. Por decisión de Rómulo Betancourt, se excluye al Partido Comunista de Venezuela de la firma de dicho pacto, argumentando que tenía injerencia extranjera –URSS- y que a larga su objetivo era instaurar una dictadura del proletariado. Esta exclusión trajo, más adelante, como consecuencia el comienzo de las guerrillas armadas de la izquierda, intentando desestabilizar la naciente democracia.

En las elecciones de diciembre resulta ganador Rómulo Betancourt, candidato de Acción Democrática. Durante su gobierno, el de Leoni y el primero de Caldera se evidencian años de progreso, el régimen llega a su auge: se avanza en la realización de los objetivos económicos, sociales, educativos e institucionales. Los problemas se asoman en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, pero el punto de quiebre se manifiesta, principalmente, en el gobierno de Luis Herrera Campins y luego en el de Jaime Lusinchi. En la segunda regencia de Pérez y de Caldera, se le quiere dar un nuevo rumbo al país, pero fracasan en el intento.

Una utopía toca la puerta cuando Hugo Chávez, luego de su estadía en la cárcel debido al golpe fallido del 4 de febrero de 1992, recorre el país y logra consolidarse como un líder carismático. Con una promesa electoral central de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, Chávez gana las elecciones de 1998 con el 56,2% de los votos y una abstención de 36,2%. Cada quien vio en este líder lo que quiso ver.

¿Por qué utopía? Un proceso político que se autodenomine “revolución” y sea fundamentado en el socialismo solamente puede ser una utopía. Sobre todo cuando se tiene la fuerte pesadilla de ser el nuevo libertador de América Latina, y despojarnos del “yugo del imperio norteamericano”; el mundo ideal que nos presenta el sector oficialista cada vez se acerca más a un delirio de mal gusto. Vivir en la pobreza y dominados por un poderío que aún no ha terminado de definir qué es y qué plantea el Socialismo del siglo XXI no es el país que nadie se merece.

Venezuela ha pasado de ser una mala quimera a convertirse en una distopía. Somos la distopía de América Latina: somos una sociedad indeseable en sí misma. Hubo unos años de progreso y positivismo en los que parecía que se podía llegar a formar parte de aquellos países del primer mundo, hoy en día estamos más cerca del cuarto que del primero. Lo peor del asunto es que estamos arrastrando al resto de los países latinoamericanos a hundirse en el mismo naufragio: les regalamos nuestro petróleo a cambio de que sigan políticas izquierdistas. Con la tutoría de Fidel Castro y el gobierno cubano no podemos esperar que seamos el sueño de la nueva América, que seamos el despertar y “liberemos a los pueblos”; en su lugar, cada vez sometemos al resto de nuestros hermanos vecinos a que reine la miseria y no la prosperidad.


El vaivén de anarquía nos gobierna: escasez de alimentos y medicinas, falta de agua y de luz, inseguridad, incremento de la pobreza, represión brutal, encarcelamientos arbitrarios, diálogo infructífero, ataques a las casas de estudio, derrame de sangre, odio, violencia, miedo, desesperanza...Los estudiantes y la sociedad civil seguirán en la lucha, porque lo mejor es que las distopías solo se  hagan reales dentro de la literatura y la cinematografía, y no en un país con tantos recursos y futuro por delante, pero lamentablemente gobernado por corruptos disfrazados de socialistas.